viernes, 29 de julio de 2011

TOMASITO (III)

De pronto, su mente imaginó la escena; entrando al terreno de juego con las tribunas repletas de público, y hasta le parecía escuchar los gritos de la hinchada de su equipo; unos alentándolo en su accionar y otros reprobando con hostilidad sus eventuales errores, al comenzar la contienda, la inicial, la de su presentación, donde no debía fracasar, porque en ese partido también estaba en juego su futuro.

No desconocía sus propias aptitudes para ese deporte que practicaba, siempre se tuvo fe y casi estaba seguro de su buen desempeño durante cualquier confrontación, pero ese acontecimiento se había presentado inesperadamente y con demasiada rapidez, y por lo tanto, necesita cierto tiempo para recuperar la tranquilidad y decidir. Un sin fin de ideas y pensamientos rondaban por su cabeza. Por momentos parecía entusiasmado y contento, pero enseguida sentía una inexplicable inseguridad y desconfianza.

Esa noche se acostó prácticamente sin cenar, y no podía conciliar el sueño, pues se hallaba sumamente nervioso. No ignoraba que en su estreno tenía que enfrenta a jugadores experimentados, que ocuparon muchas veces páginas enteras de diarios y revistas especializadas. Desde la tribuna, él también los había aplaudido hasta enrojecerse las manos, y ahora ese desconocido espectador que fue un día, se presentaba ante ellos para disputar supremacías en un encuentro de fútbol. Reconocía que aún no estaba preparado para ello.

Familiares, amigos, los vecinos de su barrio, todos le brindaron palabras de cariño y adhesión, deseando fervientemente su consagración deportiva.

Llegó el domingo, día del cotejo. En el horario respectivo almorzó en la concentración con los integrantes del conjunto superior, y aunque estaba muy emocionado, se lo veía aparentemente tranquilo, sin los temores y sobresaltos que lo habían preocupado días antes. Compartía la mesa con aquellos jugadores que también admiraba, los de su club, hoy transformados en sus nuevos compañeros que sobre el césped de una cancha, lucharía con las mismas ambiciones e idéntico fervor, por la victoria de los colores de la institución que representaban.

Momentos más tarde recibieron algunas instrucciones del Director Técnico, que luego se repitieron en el vestuario, y finalmente se encaminaron hacia el campo de juego. En un sector del estadio donde se encontraba la hinchada partidaria, Tomasito advirtió una gran bandera con su nombre estampado en su paño. Cuando ingresó a la cancha, una salva de aplausos lo recibió, y esa parte de la tribuna lo alentaba vigorosamente y en forma continua. Visiblemente emocionado agradecía a sus parciales levantando los brazos. Sentía como si su corazón quisiese saltar de su pecho. Por unos instantes quedó como clavado en el piso, mientras gruesos lagrimones escapaban de sus ojos.

Comenzó la lucha en medio del delirio del público asistente. Pasaron varios minutos que fueron intrascendentes, en un momento, Tomasito, que ya había puesto en serios aprietos a la defensa adversaria, tomó la pelota en un costado del campo, y mediante hábiles esquives logró situarse solo frente al arquero rival, venciéndolo sin dificultad. El estadio entero estalló en una impresionante ovación .También los simpatizantes del otro equipo en un elogiable gesto de nobleza aplaudieron la estupenda jugada del pibe, que después siguió demostrando su habilidad hasta la finalización del primer período. Más allá de su capacidad, era notorio que la suerte estaba a su favor.

El resultado no se modificó en el segundo tiempo. Tomasito no solo le había dado con su gol el triunfo a su equipo, sino que demostró sus cualidades jugando con pulcritud, calidad, y elegancia, no defraudando nunca a sus parciales. Después, vinieron otras actuaciones destacadas, nuevos éxitos, la ansiada titularidad, y su transformación en ídolo absoluto de sus seguidores. Con sus descollantes actuaciones llegó a ser un verdadero astro del balompié criollo. El periodismo deportivo elogiaba constantemente sus virtudes futbolísticas, que realmente eran muchas.

(continúa)

jueves, 14 de julio de 2011

Tragedia y Misterio en el Castillo (XIX)

La familia Lemos-Lopez Fernández

En el año 1823 el ministro don Bernardino Rivadavia propuso al gobernador de Buenos Aires invitar a ciudadanos europeos con ansias de trabajo y bienestar, a radicarse en los grandes desiertos de la zona pampeana y formar nuevos pueblos. El general Marín Rodríguez aceptó la idea de su ministro autorizándolo para concretar el proyecto, Rivadavia designó a varios contratistas que a su vez en el Viejo Continente se contactaron con labradores y artesanos, informándoles que existía en Sudamérica un país próspero y pacífico que necesitaba gente fuerte para manejar el arado, y perforar el suelo donde había riquezas inmensas para quienes se atreviesen a extraerlas. Europa en aquellos tiempos padecía de interminables guerras y soportaba la tiranía de los reyes.

En algunos de esos contingentes de inmigrantes llegaron a la Argentina los ancestros de María López Fernández y Manuel Lemos que se animaron a cruzar el océano para instalar un nuevo y feliz hogar en el territorio de las Provincias Unidas del Sur. Pasaron muchos años, y varias generaciones desde que aquellos primitivos pobladores de la Madre Patria se afincaron en nuestro país. Hombres y mujeres de distinto origen, español y criollo formaron nuevas y hermosas familias creando al mismo tiempo una raza fuerte, sana, vigorosa.

Durante el transcurso del siglo XIX descendientes de los siempre recordados pioneros, lograron hacer realidad el sueño de sus antepasados de fundar núcleos familiares con bases sólidas donde reine permanentemente el amor, la comprensión y la solidaridad Luego de un romántico noviazgo, Manuel Lemos y María López Fernández contrajeron matrimonio en Buenos Aires en 1885. La ceremonia religiosa fue celebrada en la Iglesia de La Merced (Cangallo hoy Pte. Perón y Reconquista) y asentado en la sección 13 del Registro Civil situado en la calle Defensa 327. De la unión de esa feliz pareja nacieron siete hijos: Ángel (1886), Gregorio (1895), Flora (1896), María (1899), Elena (1900), Carmen (1903) y Francisco (1907).

Don Manuel y su esposa María habían nacido en el mismo año 1864. Ambos cónyuges disfrutaban de una interesante vida social concurriendo asiduamente a diversas entidades porteñas: Buenos Aires Rowing Club en Florida 230, en la misma calle en el número 559 donde estaba instalado el “Jockey Club”. También asociados al “Club Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires” situado en Cangallo 1154. En muchas ocasiones los acompañaban Tomás Lemos (hermano de Manuel) y su esposa Antonia Díaz. Luego de iniciada la relación con el matrimonio Giordano-D’Olivi, éstos se agregaron al grupo formando un verdadero núcleo elogiable y digno de ser imitado.

Tomas Lemos y Antonia Díaz

Don Tomás Lemos un auténtico ciudadano porteño, había nacido en padres españoles en 1863 en una antigua casa ubicada en piedad (Bmé. Mitre) y Ombú (Pasteur), donde también llegó a este mundo su hermano Manuel en 1864, como ya informáramos anteriormente, Antonia Días nacida en la provincia de Lugo (España), emigró junto a sus progenitores a la Argentina cuando tenía quince años. Su nacimiento data de 1867, y domiciliándose con su familia en la calle Cuyo (Sarmiento) al 700.

Años más tarde conoció a Tomás Lemos casándose en 1894 y no tuvieron descendientes. Por su parte la esposa de Manuel; María López Fernández, pertenecía a un hogar muy católico, uno de sus hermanos (Eladio) anhelaba ser sacerdote. El domicilio de este conjunto familiar estaba situado en la calle Europa (Carlos Calvo) al 900. Esta casa, como las ya nombradas, quedaron para siempre grabadas en la emocionada nostalgia de algún romántico.

Antiguos Patios Porteños

Entre quienes los habitaron durante años están los protagonistas de la presente leyenda. Evidentemente, en el viejo Buenos Aires de entonces existía una característica arquitectónica que definía con elocuencia nuestra insoslayable identidad cultural. Patios amplios con aljibe, cubiertos de glicinas o parrales y rodeados de pintorescas macetas llenas de helechos, claveles, jazmines y malvones. El piso de baldosas rojas, era común en las casas de antaño, coloniales o republicanas.

Ese era un lugar preferencial, reposable, hermoso, donde en la ronda cotidiana del mate familiar se disfrutaba de amables tertulias hogareñas con charlas y comentarios de lo sucedido en cada jornada. En ocasiones, al son de una guitarra alguien se atrevía con el canto de un tema popular o varias parejas demostraban sus habilidades bailando un tango, mientras alguna madreselva, o tal vez una camelia embellecían el lugar. También completaban una singular escenografía coloridas jaulas con vistosos pájaros que alegraban cada momento con sus melodiosos trinos.

Frente a esos recordados patios se advertían cómodas habitaciones de particular diseño. Altas puertas, grandes ventanas con pisos de madera machambrada y bien lustrados. La dueña de casa mostraba orgullosamente a los visitantes los diversos sitios de la vivienda, al mismo tiempo que los atendía con suma cortesía y dedicación. Fue una época muy grata y feliz donde la vida parecía más dichosa, y las inevitables dificultades diarias pasaban casi desapercibidas. Esos bellos tiempos pasaron para nunca más volver. Solo quedaron emotivos recuerdos en la historia escrita de un Buenos Aires que perdió para siempre aquel irrepetible encanto que comenzó en su lejana etapa de aldea.