viernes, 18 de junio de 2010

- UNA HISTORIA DE AMOR -



Antes de comenzar con el relato de una anécdota ocurrida hace muchos años en Villa del Parque, es importante y necesario aclarar, que la misma fue solicitada en diversas oportunidades por mis amigos, y también por vecinos del barrio, tal vez por insólita y emotiva, o eventualmente, por curiosidad.

Mil perdones por escribir en primera persona, en lo posible, debe evitarse, pero en esta ocasión hubo sugerencias para que lo hiciera para darle a la historia más autenticidad y sentimiento….

Fue a mediados del año 1941. Nuestra “barra” de amigos tenía como “lugar de reunión”, la esquina de las calles Concordia y Arregui (3603). Donde existía un antiguo negocio de panadería de don Manuel y Doña Nicasia, ambos inmigrantes españoles, que como toros, llegaron aquí en busca de paz y trabajo.

En esa época, uno de los integrantes de aquel conjunto de muchachos y mi amigo personal (José Livolsi; “Pepino”), nos comunicó que su hermana Nicolina, efectuaría su unión matrimonial, con una conocido vecino de la zona, Salvador Renis, un ciudadano albanés radicado en la Argentina desde hacía algún tiempo. La fecha, aparentemente, ya estaba fijada; sería el sábado 25 de octubre de 1941, y la fiesta, como era costumbre, se haría en la casa de la novia (Concordia 2319).

Seguramente, por decisión familiar, todo participaríamos como invitados. Fueron pasando los meses, y a medida que se acercaba el día señalado, nuestra expectativa aumentaba considerablemente, más aún cuando nuestro amigo y hermano de la contrayente, lanzó ante nosotros, un desafío directo, con más o meno estas palabras: “… a la fiesta vendrá una pariente que vive en CASTELAR, no sé si tiene novio, pero si alguno de ustedes, la conquista, yo pago una cena para todos (diez integrantes) ¿Hay acá quién acepte mi propuesta? Si hay alguien que se atreva, que lo diga, pero si fracasa, será el quién pague la cena que propongo”.

En esos tiempos, el trabajo bien remunerado era un privilegio de pocos, la mayoría de los jóvenes se sostenían con “changas” de escaso rendimiento e inseguro porvenir, por lo tanto, haciendo una rápida cuenta aritmética, el dinero para cumplir semejante desafío, en caso de un eventual fracaso, no era precisamente abundante. Entonces, ocurrió lo esperado: “un silencio total”. Nadie quería el posible “papelón”, y el costo. En ese tiempo, tal vez, yo haya sido el de mejor situación económica, sin sobrarme mucho “paño”. Empleado en la Facultad de Medicina, desde fines de 1940, tenía un sueldo mensual seguro de 150 pesos, no muy común en la época, y un descuento de 10 pesos para la futura jubilación sobre un salario de 160 pesos. Fue entonces, que salí al cruce de la casi “soberbia” letanía de mi go amigo, y acepté la propuesta, basado casi exclusivamente en la “pinta” juvenil de aquellos años (sin desmerecer a ninguno de nuestra “barra” que eran muy competitivos). Todos poseíamos el “arte” de un adecuado “chamuyo” para conquistar a cualquier dama, y yo si era necesario la utilizaría. La expresión romántica subyuga hasta la mujer más frígida e indiferente. Por lo tanto, aparentemente, las condiciones indispensables para lograr el éxito, estaban a la vista, con un porcentaje a favor que había que aprovechar….

Las hojas del almanaque fueron pasando, y finalmente llegó del día tan esperado; sábado 25 de octubre de 1941. Esa jornada transcurrió sin novedades, y al atardecer nuestra cotidiana reunión en la esquina de siempre, con los mismo integrantes. La expectativa aumentaba a medida que la hora avanzaba en los relojes. De pronto, aproximadamente a las 19 horas, el amigo José Livolsi vio llegar a su parienta, que junto a su padre, venía desde la calle Orán (Emilio Lamarca), hacia la calle Concordia y Arregui, donde estábamos nosotros. Recuerdo, que cruzaron frente nuestro sin mirarnos, y ella ni alzó la vista en ningún momento; como si hubiéramos sido pasto u objetos intrascendentes, indignos de recibir una mirada, aún la más simple, la más ingenua y superficial.

Realmente, un preámbulo poco alentador, se presentaba claramente en esos momentos. Como era de esperar, su pariente, feliz por lo que estaba ocurriendo, se dirigió directamente hacia mí (totalmente involucrado en el desafío), diciéndome entre otras cosas: “…ya perdiste, ni te miró, preparate para pagar la cena… andá buscando el restaurante…”. Hice oídos sordos a esas palabras y recuerdo que le respondí: “Todavía falta la fiesta de esta noche, y no me doy por vencido…”.

Cerca de las ocho (20 horas), ya lucía mi mejor traje azul marino, una impecable camisa blanca, y una corbata tono, de auténtica seda natural. Antes de salir, le dije a mi “vieja”, cariñosamente, “Cortame de tu jardín el mejor pimpollo de rosa que tenga tu mejo rosal, lo necesito, porque debo conquistar a una chica esta noche, y no puedo fallar”. Era la clásica tozudez de nuestra familia Espinosa. Minutos más tarde, entraba en la casa de Concordia 2319 donde se realizaba la reunión, luciendo en la solapa del saco, un hermoso pimpollo rojo púrpura, que provocó una cierta envidia en los caballeros que nada llevaban. En aquellos años, existía un código de honor, de parte de todos los jóvenes, respetado sin excusas por una gran mayoría .En todas la reuniones danzante, o acontecimientos familiares, el muchacho en trance de lograr novia, llevaba en la solapa de su traje una pequeña flor, para obsequiársela durante el festejo, a la mujer que él había elegido, y si era aceptado por ella, desde ese momento comenzaba ya el noviazgo, que luego se transformaría en unión matrimonial.

Los transgresores a esta especie de ley, posteriormente no la pasaban muy bien, debido a la reacción de los familiares d e una eventual novia, que al ser engañada por las actitudes del joven, al no cumplir sus promesas de amor y fidelidad, en represalia, recibía serias golpizas a manos de los allegados de la chica. Eso era así, y todo el vecindario tomaba debida nota de cada hecho que ocurría, y lo consideraba “normal”.

Retomando el relato: después de entrar a la fiesta pregunté por la chica de CASTELAR, al no verla por ninguna parte de la casa. Me informaron que había acompañado a los novios a la Parroquia SANTA ANA de Villa del Parque, y que regresaría con ellos. Mientras tanto, comencé con alguna charla intrascendente, con varias pibas que se encontraban en esa reunión. Sus edades podrían estar, aproximadamente, entre los 18 a 20 años. Todas tenían su encanto, y felizmente no había ninguna fea, ni antipática. Ningún muchacho al verlas podría ser indiferente. No sentirse atraído por alguna de esas chicas, era sacar “patente” de estúpido (por no decir una palabra obscena). Al no concreta con ninguna de esas chisas, parecía merecedor de ese duro calificativo pero no era así: había un motivo, fundamental, ineludible. Desde algunas horas antes, ya me había enamorado a primera vista “de la chica de CASTELAR”, y desde aquel momento, nadie podía ocupar el lugar que ella ya tenía, en mis más puros sentimientos, en mi corazón, en mi vida, y en consecuencia: ¿qué otra mujer podía interesarme?... curiosamente, aún sin conocerla, ya la idolatraba, soñando con la posibilidad de ser su novio, y así de esa manera, trascurrido el tiempo necesario, constituirme en su amante esposo…

La fiesta continuaba animadamente, el baile como atractivo principal, amable conversaciones entre los muchachos presentes y las bellas jóvenes que allí se encontraban. Era esperada con expectativa la llegada de la pareja contrayente. Los minutos se transformaron en horas. Recuerdo, que ante la tardanza del regreso de los novios, y también de la mujer que ansiosamente esperaba, cometí un error criticable, de cual me arrepentí luego, y en su momento de indecisión y falta de sentido común, ya pasadas las 22 horas, prometí entregar la flor a una de las peticionantes. La que más interesada estuvo en lograr el pimpollo de rosa, fue Irene Renis, hermana del novio, que casi la consigue, pero por una fracción de segundo no llegó a tiempo. En ese preciso momento de la entrega del “trofeo”, a mi izquierda, sin advertirlo, y llegando desde atrás, vi la figura de la “chica de CASTELAR” (Ángela Giglio), que de pronto, e interrumpiendo de alguna manera, el inminente obsequio, les dijo textualmente a las demás: “No se haban ilusiones, ese pimpollo es para mí”…

Al instante, y dirigiéndome a ella, contesté con una cordial sonriente respuesta: “Señorita… ¿por qué está tan segura?”, y afirmó sin titubeos, y con total convicción: “Es un presentimiento…” y la flor finalmente terminó en su poder, ante el evidente desagrado de las chicas allí presentes, actitud totalmente correcta, frente a un proceder equívoco, que sólo puede realizarlo quién está en su inexperta etapa juvenil…

La reunión continuó, nosotros, a partir del momento comentado, sentados juntos uno al lado del otro, charlando animadamente, a veces., bailando a través de alguna partitura musical, hasta la finalización de la fiesta.

Aunque ya no me interesó, había ganado una apuesta, que en principio aparecía como muy difícil. Pasó el tiempo, llegamos al matrimonio previo noviazgo de dos años, y aquel pimpollo de rosa jamás se apartó de nosotros, reseco y amarillento, permaneció siempre a nuestro lado como un auténtico símbolo del amor, perenne e indestructible…

ISABELINO ESPINOSA

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