jueves, 14 de julio de 2011
Tragedia y Misterio en el Castillo (XIX)
La familia Lemos-Lopez Fernández
En el año 1823 el ministro don Bernardino Rivadavia propuso al gobernador de Buenos Aires invitar a ciudadanos europeos con ansias de trabajo y bienestar, a radicarse en los grandes desiertos de la zona pampeana y formar nuevos pueblos. El general Marín Rodríguez aceptó la idea de su ministro autorizándolo para concretar el proyecto, Rivadavia designó a varios contratistas que a su vez en el Viejo Continente se contactaron con labradores y artesanos, informándoles que existía en Sudamérica un país próspero y pacífico que necesitaba gente fuerte para manejar el arado, y perforar el suelo donde había riquezas inmensas para quienes se atreviesen a extraerlas. Europa en aquellos tiempos padecía de interminables guerras y soportaba la tiranía de los reyes.
En algunos de esos contingentes de inmigrantes llegaron a la Argentina los ancestros de María López Fernández y Manuel Lemos que se animaron a cruzar el océano para instalar un nuevo y feliz hogar en el territorio de las Provincias Unidas del Sur. Pasaron muchos años, y varias generaciones desde que aquellos primitivos pobladores de la Madre Patria se afincaron en nuestro país. Hombres y mujeres de distinto origen, español y criollo formaron nuevas y hermosas familias creando al mismo tiempo una raza fuerte, sana, vigorosa.
Durante el transcurso del siglo XIX descendientes de los siempre recordados pioneros, lograron hacer realidad el sueño de sus antepasados de fundar núcleos familiares con bases sólidas donde reine permanentemente el amor, la comprensión y la solidaridad Luego de un romántico noviazgo, Manuel Lemos y María López Fernández contrajeron matrimonio en Buenos Aires en 1885. La ceremonia religiosa fue celebrada en la Iglesia de La Merced (Cangallo hoy Pte. Perón y Reconquista) y asentado en la sección 13 del Registro Civil situado en la calle Defensa 327. De la unión de esa feliz pareja nacieron siete hijos: Ángel (1886), Gregorio (1895), Flora (1896), María (1899), Elena (1900), Carmen (1903) y Francisco (1907).
Don Manuel y su esposa María habían nacido en el mismo año 1864. Ambos cónyuges disfrutaban de una interesante vida social concurriendo asiduamente a diversas entidades porteñas: Buenos Aires Rowing Club en Florida 230, en la misma calle en el número 559 donde estaba instalado el “Jockey Club”. También asociados al “Club Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires” situado en Cangallo 1154. En muchas ocasiones los acompañaban Tomás Lemos (hermano de Manuel) y su esposa Antonia Díaz. Luego de iniciada la relación con el matrimonio Giordano-D’Olivi, éstos se agregaron al grupo formando un verdadero núcleo elogiable y digno de ser imitado.
Tomas Lemos y Antonia Díaz
Don Tomás Lemos un auténtico ciudadano porteño, había nacido en padres españoles en 1863 en una antigua casa ubicada en piedad (Bmé. Mitre) y Ombú (Pasteur), donde también llegó a este mundo su hermano Manuel en 1864, como ya informáramos anteriormente, Antonia Días nacida en la provincia de Lugo (España), emigró junto a sus progenitores a la Argentina cuando tenía quince años. Su nacimiento data de 1867, y domiciliándose con su familia en la calle Cuyo (Sarmiento) al 700.
Años más tarde conoció a Tomás Lemos casándose en 1894 y no tuvieron descendientes. Por su parte la esposa de Manuel; María López Fernández, pertenecía a un hogar muy católico, uno de sus hermanos (Eladio) anhelaba ser sacerdote. El domicilio de este conjunto familiar estaba situado en la calle Europa (Carlos Calvo) al 900. Esta casa, como las ya nombradas, quedaron para siempre grabadas en la emocionada nostalgia de algún romántico.
Antiguos Patios Porteños
Entre quienes los habitaron durante años están los protagonistas de la presente leyenda. Evidentemente, en el viejo Buenos Aires de entonces existía una característica arquitectónica que definía con elocuencia nuestra insoslayable identidad cultural. Patios amplios con aljibe, cubiertos de glicinas o parrales y rodeados de pintorescas macetas llenas de helechos, claveles, jazmines y malvones. El piso de baldosas rojas, era común en las casas de antaño, coloniales o republicanas.
Ese era un lugar preferencial, reposable, hermoso, donde en la ronda cotidiana del mate familiar se disfrutaba de amables tertulias hogareñas con charlas y comentarios de lo sucedido en cada jornada. En ocasiones, al son de una guitarra alguien se atrevía con el canto de un tema popular o varias parejas demostraban sus habilidades bailando un tango, mientras alguna madreselva, o tal vez una camelia embellecían el lugar. También completaban una singular escenografía coloridas jaulas con vistosos pájaros que alegraban cada momento con sus melodiosos trinos.
Frente a esos recordados patios se advertían cómodas habitaciones de particular diseño. Altas puertas, grandes ventanas con pisos de madera machambrada y bien lustrados. La dueña de casa mostraba orgullosamente a los visitantes los diversos sitios de la vivienda, al mismo tiempo que los atendía con suma cortesía y dedicación. Fue una época muy grata y feliz donde la vida parecía más dichosa, y las inevitables dificultades diarias pasaban casi desapercibidas. Esos bellos tiempos pasaron para nunca más volver. Solo quedaron emotivos recuerdos en la historia escrita de un Buenos Aires que perdió para siempre aquel irrepetible encanto que comenzó en su lejana etapa de aldea.
En el año 1823 el ministro don Bernardino Rivadavia propuso al gobernador de Buenos Aires invitar a ciudadanos europeos con ansias de trabajo y bienestar, a radicarse en los grandes desiertos de la zona pampeana y formar nuevos pueblos. El general Marín Rodríguez aceptó la idea de su ministro autorizándolo para concretar el proyecto, Rivadavia designó a varios contratistas que a su vez en el Viejo Continente se contactaron con labradores y artesanos, informándoles que existía en Sudamérica un país próspero y pacífico que necesitaba gente fuerte para manejar el arado, y perforar el suelo donde había riquezas inmensas para quienes se atreviesen a extraerlas. Europa en aquellos tiempos padecía de interminables guerras y soportaba la tiranía de los reyes.
En algunos de esos contingentes de inmigrantes llegaron a la Argentina los ancestros de María López Fernández y Manuel Lemos que se animaron a cruzar el océano para instalar un nuevo y feliz hogar en el territorio de las Provincias Unidas del Sur. Pasaron muchos años, y varias generaciones desde que aquellos primitivos pobladores de la Madre Patria se afincaron en nuestro país. Hombres y mujeres de distinto origen, español y criollo formaron nuevas y hermosas familias creando al mismo tiempo una raza fuerte, sana, vigorosa.
Durante el transcurso del siglo XIX descendientes de los siempre recordados pioneros, lograron hacer realidad el sueño de sus antepasados de fundar núcleos familiares con bases sólidas donde reine permanentemente el amor, la comprensión y la solidaridad Luego de un romántico noviazgo, Manuel Lemos y María López Fernández contrajeron matrimonio en Buenos Aires en 1885. La ceremonia religiosa fue celebrada en la Iglesia de La Merced (Cangallo hoy Pte. Perón y Reconquista) y asentado en la sección 13 del Registro Civil situado en la calle Defensa 327. De la unión de esa feliz pareja nacieron siete hijos: Ángel (1886), Gregorio (1895), Flora (1896), María (1899), Elena (1900), Carmen (1903) y Francisco (1907).
Don Manuel y su esposa María habían nacido en el mismo año 1864. Ambos cónyuges disfrutaban de una interesante vida social concurriendo asiduamente a diversas entidades porteñas: Buenos Aires Rowing Club en Florida 230, en la misma calle en el número 559 donde estaba instalado el “Jockey Club”. También asociados al “Club Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires” situado en Cangallo 1154. En muchas ocasiones los acompañaban Tomás Lemos (hermano de Manuel) y su esposa Antonia Díaz. Luego de iniciada la relación con el matrimonio Giordano-D’Olivi, éstos se agregaron al grupo formando un verdadero núcleo elogiable y digno de ser imitado.
Tomas Lemos y Antonia Díaz
Don Tomás Lemos un auténtico ciudadano porteño, había nacido en padres españoles en 1863 en una antigua casa ubicada en piedad (Bmé. Mitre) y Ombú (Pasteur), donde también llegó a este mundo su hermano Manuel en 1864, como ya informáramos anteriormente, Antonia Días nacida en la provincia de Lugo (España), emigró junto a sus progenitores a la Argentina cuando tenía quince años. Su nacimiento data de 1867, y domiciliándose con su familia en la calle Cuyo (Sarmiento) al 700.
Años más tarde conoció a Tomás Lemos casándose en 1894 y no tuvieron descendientes. Por su parte la esposa de Manuel; María López Fernández, pertenecía a un hogar muy católico, uno de sus hermanos (Eladio) anhelaba ser sacerdote. El domicilio de este conjunto familiar estaba situado en la calle Europa (Carlos Calvo) al 900. Esta casa, como las ya nombradas, quedaron para siempre grabadas en la emocionada nostalgia de algún romántico.
Antiguos Patios Porteños
Entre quienes los habitaron durante años están los protagonistas de la presente leyenda. Evidentemente, en el viejo Buenos Aires de entonces existía una característica arquitectónica que definía con elocuencia nuestra insoslayable identidad cultural. Patios amplios con aljibe, cubiertos de glicinas o parrales y rodeados de pintorescas macetas llenas de helechos, claveles, jazmines y malvones. El piso de baldosas rojas, era común en las casas de antaño, coloniales o republicanas.
Ese era un lugar preferencial, reposable, hermoso, donde en la ronda cotidiana del mate familiar se disfrutaba de amables tertulias hogareñas con charlas y comentarios de lo sucedido en cada jornada. En ocasiones, al son de una guitarra alguien se atrevía con el canto de un tema popular o varias parejas demostraban sus habilidades bailando un tango, mientras alguna madreselva, o tal vez una camelia embellecían el lugar. También completaban una singular escenografía coloridas jaulas con vistosos pájaros que alegraban cada momento con sus melodiosos trinos.
Frente a esos recordados patios se advertían cómodas habitaciones de particular diseño. Altas puertas, grandes ventanas con pisos de madera machambrada y bien lustrados. La dueña de casa mostraba orgullosamente a los visitantes los diversos sitios de la vivienda, al mismo tiempo que los atendía con suma cortesía y dedicación. Fue una época muy grata y feliz donde la vida parecía más dichosa, y las inevitables dificultades diarias pasaban casi desapercibidas. Esos bellos tiempos pasaron para nunca más volver. Solo quedaron emotivos recuerdos en la historia escrita de un Buenos Aires que perdió para siempre aquel irrepetible encanto que comenzó en su lejana etapa de aldea.
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